Me ha alegrado saber que en Colombia se ha programado este
año celebrar el centenario de la Carta encíclica Lacrimabili statu indorum
firmada, el 7 de junio de 1912, por mi predecesor san Pío X, y me complace en
esta fausta circunstancia enviarle a usted y a todas las Iglesias particulares
de esa amada Nación mi cordial saludo en el Señor.
El mencionado documento, en continuidad con la Carta
encíclica Inmensa pastorum, del Papa Benedicto XIV, había puesto de manifiesto
la necesidad de trabajar más diligentemente por la evangelización de los
pueblos indígenas y la constante promoción de su dignidad y progreso.
El recuerdo de este magisterio es una ocasión extraordinaria
que se nos ofrece para continuar profundizando en la pastoral indígena y no
dejar de interpretar toda realidad humana para impregnarla de la fuerza del
Evangelio (cf. Pablo VI, Exh. apostólica Evangelii nuntiandi, 20). Así es, la
Iglesia no considera ajena ninguna legítima aspiración humana y hace suyas las
más nobles metas de estos pueblos, tantas veces marginados o no comprendidos,
cuya dignidad no es menor que la de cualquier otra persona, pues todo hombre o
mujer ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Y
Jesucristo, que mostró siempre su predilección por los pobres y abandonados,
nos dice que todo lo que hagamos o dejemos de hacer «a uno de estos mis
hermanos más pequeños», a Él se lo hacemos (cf. Mt 25, 40). Nadie que se
precie, pues, del nombre de cristiano puede desentenderse de su prójimo o
minusvalorarlo por motivos de lengua, raza o cultura. En este sentido, el mismo
apóstol Pablo nos ofrece la oportuna luz al decir: «Todos nosotros, judíos y
griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para
formar un solo cuerpo» (1 Co 12, 13).
Con vivos sentimientos de cercanía a esos pueblos, me uno de
buen grado a cuantos, alentados por los mensajes de mis predecesores en la
Cátedra de san Pedro, están llevando a cabo una benemérita obra en su favor,
ven con gozo las gracias que cada día comparten con ellos y se empeñan con
valentía en seguir acompañándolos con miras a la construcción de un futuro
luminoso y esperanzador para todos.
En este quehacer nos sirven de modelo el arrojo apostólico
de insignes obispos, como Toribio de Mogrovejo o Ezequiel Moreno, la caridad
sin fisuras de religiosos como Roque González de Santa Cruz o Laura Montoya, y
la sencillez y humildad de laicos tan ejemplares como Ceferino Namuncurá o Juan
Diego Cuauhtlatoatzin. No podemos olvidar tampoco las numerosas congregaciones
e institutos de vida religiosa que nacieron en el continente americano para
afrontar los desafíos de esta misión. Y cómo no recordar en este mismo contexto
el testimonio preclaro y las significativas obras apostólicas emprendidas por
tantos hombres y mujeres que, con gran espíritu de comunión y colaboración
eclesial, se entregaron denodadamente a llevar a estas gentes el nombre de
Jesucristo, valorando aquello que les es propio, para que en el Evangelio
descubrieran la vida en plenitud a la que siempre habían tendido.
Deseo exhortar a todos a considerar esta efeméride como un
momento propicio para dar un nuevo impulso a la proclamación del Evangelio
entre estos queridos hermanos nuestros, incrementando el espíritu de mutua
comprensión, de servicio solidario y de respeto recíproco. Al abrirse a Cristo,
ellos no sufren detrimento alguno en sus virtudes y cualidades naturales, antes
bien la obra redentora las vigoriza, purifica y consolida. En su divino
Corazón, podrán encontrar una fuente viva de esperanza, fuerzas para afrontar
con tenacidad los retos que tienen planteados, consuelo en medio de sus
dificultades e inspiración para descubrir los caminos de superación y elevación
que están llamados a transitar. Al anunciarles el mensaje salvador, la Iglesia
sigue el mandato de su Fundador, y en él se fundamenta para secundar los
genuinos anhelos de estos pueblos, a menudo truncados por la frecuente falta de
respeto hacia sus costumbres, así como por escenarios de migración forzada,
violencia inicua o serios obstáculos para defender sus reservas naturales.
Con hondo amor hacia todos, y en consonancia con la doctrina
social de la Iglesia, invito a escuchar sin prejuicios la voz de estos hermanos
nuestros, a favorecer un verdadero conocimiento de su historia e idiosincrasia,
así como a potenciar su participación en todos los ámbitos de la sociedad y la
Iglesia. La actual coyuntura es providencial para que, con rectitud de
intención y configurados a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida para todo el
género humano, crezca entre los pastores y fieles el deseo de salvaguardar la
dignidad y los derechos de los pueblos originarios y éstos a su vez estén más
dispuestos a cumplir con sus deberes, en armonía con sus tradiciones
ancestrales.
Suplico al Omnipotente que, ante todo, sea tutelado el
carácter sagrado de su vida. Que por ningún motivo se coarte su existencia,
pues Dios no quiere la muerte de nadie y nos ordena amarnos fraternamente. Que
sean protegidas debidamente sus tierras. Que nadie, por causa alguna,
instrumentalice o manipule a estos pueblos, y que éstos no se dejen arrastrar
por ideologías que los atenacen nocivamente.
Como prenda de copiosos dones celestiales, y a la vez que
invoco la poderosa intercesión de María Santísima, Madre del Creador y Madre
nuestra, sobre todos los que participan en las diferentes iniciativas previstas
para conmemorar el centenario de la Carta encíclica Lacrimabili statu indorum,
imparto a todos una especial Bendición Apostólica, que ayude a los pueblos
indígenas a sentir cada vez más la Iglesia como casa para madurar en todo
aquello que los enaltezca moral y religiosamente y como hogar de comunión para
vivir auténticamente y unidos a Cristo su condición de hijos de Dios.
Vaticano, 15 de junio
de 2012
BENEDICTUS PP. XVI